Franz Fanon Los condenados de la Tierra. Prólogo por Sartre.
Frantz Fanon (20 de julio de 1925 – 6 de diciembre de 1961) fue un revolucionario psiquiatra, filósofo y escritor francés cuya obra es muy influyente en los campos de los estudios poscoloniales, la teoría crítica y el marxismo. Fanon es conocido como un pensador humanista existencial radical1 en la cuestión de la descolonización y la psicopatología de la colonización.
Fanon apoyó la lucha argelina por la independencia y fue miembro del Frente de Liberación Nacional argelino. Su vida y sus trabajos, principalmente Los condenados de la tierra (Les damnés de la terre) han incitado e inspirado movimientos de liberaciónanticolonialistas durante más de cuatro décadas.
En el prólogo Sartre hace una introducción a lo que luego será la obra de Fanon. Habla del poder nombrar y de la invasión cultural desde el colonialismo hasta la premonitoria visión de la caída de Europa. Esta obra es una crítica profunda a la sociedad europea, su eje central es Argelia, y el momento en que Francia colonizó esta tierra, y en lo sangrienta que fue la guerra por la independencia. Se para en este conflicto para hacer un paralelismo con el colonialismo de América latina propagando la crítica hacia Estados Unidos. Escrita en 1961, tiene todo que ver con los movimientos revolucionarios de Am Latina, la revolución Cubana.
¨En una palabra, el Tercer Mundo se descubre y se expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es homogéneo y que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos sometidos, otros que han adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por conquistar su soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la libertad plena viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión. Aquí la Metrópoli se ha contentado con pagar a algunos señores feudales; allá, con el lema de “dividir para vencer", ha fabricado de una sola pieza una burguesía de colonizados; en otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de explotación y de población. Así Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado por todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las sociedades colonizadas¨
Fanon no oculta nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no son sino una sola. En el fuego del combate, todas las barreras interiores deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y los compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el lumpen-proletariat de los barrios miserables, todos deben alinearse en la misma posición de las masas rurales, verdadera fuente del ejército colonial y revolucionario; en esas regiones cuyo desarrollo ha sido detenido deliberadamente por el colonialismo, el campesinado, cuando se rebela, aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al desnudo, la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de todas las estructuras. Si triunfa, la Revolución nacional será socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada toma el poder, el nuevo Estado, a pesar de una soberanía formal, queda en manos de los imperialistas.
En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los obreros como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos, pero se preocupaba por incluir a esos seres brutales en nuestra especie: de no ser hombres y libres ¿cómo podrían vender libremente su fuerza de trabajo? En Francia, en Inglaterra, el humanismo presume de universal.
Con el trabajo forzado sucede todo lo contrario. No hay contrato. Además, hay que intimidar: la opresión resulta evidente. Nuestros soldados, en ultramar, rechazan el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin someterlo o matarlo, plantean como principio que el colonizado no es el semejante del hombre.
Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir a los habitantes del territorio anexado al nivel de monos superiores, para justificar que el colono los trate como bestias. La violencia colonial no se propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos, enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en su tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si se resiste, los soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su persona. Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin en ninguna parte: ni en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde, recientemente, se horadaban los labios de los descontentos, para cerrarlos con cadenas.
Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que los explote? Al no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el embrutecimiento animal, pierde el control, la operación se invierte, una implacable lógica lo llevará hasta la descolonización.
En ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo convierten en un arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las loas, los santos de la santería descienden sobre ellos, gobiernan su violencia y la gastan en el trance hasta el agotamiento. Al mismo tiempo, esos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la enajenación colonial acrecentando la enajenación religiosa. El único resultado a fin de cuentas, es que se acumulan ambas enajenaciones y que cada una refuerza a la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, los alucinados creen un buen día que han escuchado la voz de un ángel que los elogia; los denuestos no desaparecen, sin embargo: en lo sucesivo, alternan con el elogio. Es una defensa y el final de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina a la demencia.
Que cada cual reflexione como quiera, con tal de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor distracción del pensamiento es una complicidad criminal con el colonialismo. Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre todo, porque no se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros.
Literalmente, "cacería de ratas", término utilizado por los colonialistas para calificar los asaltos a los barrios y viviendas argelinos. Debemos volver la mirada hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en nosotros. Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos!
Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han servido sus hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han emprendido un "genocidio", indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas, arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por retirar su carta del juego. No pueden retirarla: tiene que permanecer allí hasta el final. Compréndanlo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada "no violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están condicionados por una opresión milenaria, su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores.
Es el momento final de la dialéctica: ustedes condenan esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos; no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra la pared, liberarán ustedes por fin esa violencia nueva suscitada por los viejos crímenes rezumados.
Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.
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